miércoles, 10 de febrero de 2010

Una pesadilla cotidiana.

Era un mediodía veraniego cualquiera. Yo revisaba mis correos electrónicos, convencido de que me hallaba solo en la casa cuando -de repente- percibí una extraña presencia. Un profundo perfume caro me invadió el olfato. Entonces, del escalofrío pasé a la incredulidad: una mujer idéntica a Mirtha Legrand había ingresado a mi cuarto. Se detuvo en la puerta con tranquilidad mientras, mediante señas, me pedía que la acompañe. Yo la seguí-casi helado- hasta llegar a mi comedor notoriamente modificado, con una mesa rectangular y seis sillas. Una mujer que entonces pasaba por la vereda se acercó hasta la reja de la ventana que da a la calle, para exclamar a viva voz: “Con nosotros, la señora Mirtha Legrand”. Me quedé estupefacto- La ostentosa mujer esbozó una amplia sonrisa para exclamar: “Este programa trae sueeerte” Y rió hipócritamente. Fue entonces cuando decidí entregarme al escenario creado, ya que fuese pesadilla o tortuoso delirio, no estaba en mí poder finalizarlo. Me encontré así sentado a la mesa, con un plato con lomo suavizado con salsa y caviar de dos colores. Retuve poco de la conversación, aunque percibo que fue intrascendente. Por ejemplo, puedo evocar el momento en que me preguntó sobre la literatura en Paraná. Yo estaba por responderle cuando me interrumpió para exclamar con un tono refinado: “Te cuento que en Miami se lee mú - chísimo”. A continuación agregó que ella solía viajar seguido, y que dicha ciudad sin grafitties ni basura en las calles debería ser un ejemplo para nosotros. Yo asentía por mera inercia, pensando en nuestra historia latinoamericana de invasiones y miseria. Al terminar de comer, me pidió que la acompañase hasta el living de mi casa, donde empezó a revisar la humilde biblioteca que poseo, haciendo incapié en datos intrascendentes sobre los autores, más que en las obras en sí. Sobre la mesita ratona había una botella con dos copas servidas. Al levantarlas, me pidió que brindemos, y luego me obsequió un reloj de ostentoso estuche. Así, me agradeció con un beso en cada mejilla la visita (¿de quién, me pregunto ahora?) y se retiró con paso majestuoso por la puerta del frente de mi casa.